Antón Costas Comesaña - Universidad de Barcelona
Un siglo más tarde, el capitalismo ha vuelto a adquirir uno de los rasgos que le caracterizaron durante las décadas finales del siglo XIX y primeras del siglo XX: una elevada concentración empresarial en la mayoría de los sectores tradicionales de la vieja economía, así como la creación de monopolios en actividades de la nueva economía relacionadas con las tecnologías de Internet.
Muy probablemente, esta tendencia a configurar formas de mercado en las que un sector o industria está dominado por una sola empresa (monopolio) o por un pequeño número de empresas (oligopolio) se va a ver acentuada con la crisis económica que seguirá a la crisis sanitaria de la Covid-19. Ya sea por la vía de la desaparición de muchas empresas o por las dificultades para sobrevivir de otras, es muy probable que se produzca una nueva oleada de fusiones y adquisiciones de empresas que acentúe la concentración sectorial.
Las implicaciones económicas de esta creciente oligopolización son de diferente naturaleza. Algunas se relacionan con el funcionamiento de las industrias (barreras de entrada, reducción de números de competidores, débil productividad, baja inversión, pérdida de capacidad de innovación y dinamismo económico). Otras son de naturaleza socioeconómica (bajos salarios, precarización del empleo, desigualdad de renta y riqueza). Y aún están también sus efectos políticos (influencia sobre la política, populismo) y sus efectos sobre la ética del capitalismo (Adam Smith apuntó a “la corrupción de los sentimientos morales de los muy ricos” como uno de los efectos del poder de mercado).
En este ensayo abordaré las implicaciones económicas del poder de mercado relacionadas con los bajos salarios, la precarización del empleo y la desigualdad en la distribución de la renta. El focalizar en estos efectos me llevará a una relectura de los trabajos de Joan Robinson, pionera en romper con el modelo clásico de competencia perfecta para crear una nueva área de estudio sobre la economía de la competencia imperfecta y sus consecuencias sobre los salarios y el empleo. El análisis de Joan Robinson nos permitirá también acercarnos a las soluciones frente a las situaciones de poder de mercado.
La nueva-vieja piel del capitalismo: la concentración empresarial
La evidencia empírica sobre el aumento de la concentración y oligopolización de las economías desarrolladas es incuestionable. Hace unos meses, The Economist publicó un número especial sobre “Trustbusting in the 21st Century” (November 17st, 2018), en el que su autor, Patrick Foulis, señalaba que estamos en una época dominada por oligopolios de la vieja economía y los monopolios de la nueva economía (“An Age of giants”) que provocan una debilitación de la competencia a lo largo de todos los sectores de la economía.
De acuerdo con su definición, una industria puede ser no competitiva si existe una elevada concentración en muy pocas empresas de las ventas, del empleo, de los derechos de propiedad o los datos; y si los beneficios (retornos sobre el capital) son anormalmente elevados durante largos períodos de tiempo y hay pocos abandonos de los incumbentes o entradas de nuevos competidores. La investigación de The Economist no deja lugar a dudas de que todas esas implicaciones se producen en la actualidad.
Los incumbentes rechazan la idea de que tienen una vida fácil. Sostienen que, aunque se han consolidado en los mercados domésticos, la globalización mantiene viva la competencia. Pero en industrias que están menos sometidas al comercio, las empresas están teniendo enormes retornos. The Economist ha calculado que el monto de beneficios extraordinarios (“anormal”) es del orden de 660 miles de millones de dólares. El 78% de esos beneficios extraordinarios se producen en la economía norteamericana, el 28% en la europea y el 2% restante en el resto de economías, incluida la china.
Mientras los oligopolios de la vieja economía han logrado una situación de confort (en muchas industrias, cuatro grandes empresas tienen una cuota de mercado desproporcionada), los de la nueva economía han logrado construir rápidamente un elevado poder de mercado y de concentración de la propiedad. Además, muestran una elevada proclividad a absorber a todas las nuevas entrantes con capacidad para hacerles daño en alguno de sus negocios. Esta conducta es equivalente a establecer barreras de entrada en sus mercados.
Sin embargo, la preocupación por las implicaciones económicas de los oligopolios de la nueva economía no viene tanto de su cuota en los mercados de bienes y servicios, el caso de los oligopolios de la vieja economía, como en una clase diferente de concentración empresarial: la cuota de mercado sobre nuestras mentes y formas de vida cotidiana: número de horas a la semana que pasamos navegando, porcentaje de personas que usan las redes sociales, uso de las redes para comparar precios y hacer compras online, uso del teléfono móvil como ticket, tarjeta de embarque en aviones y trenes o para pagar en establecimientos. Las cuotas medias de mercado en este tipo de actividades son muy elevadas, especialmente entre los adultos jóvenes, cosa que hace prever que esa cuota aumente a lo largo del tiempo.
Además, el modelo de negocio de los oligopolios tecnológicos es diferente del de los oligopolios tradicionales. En general, el negocio de las plataformas no se basa tanto en una transacción de dinero a cambio de bienes y servicios como en una exacción, mediante comisiones de diverso tipo, sobre los usuarios u otras empresas que quieren acceder a las bases de datos de las plataformas. De hecho, muchos de los mercados de las empresas tecnológicas no conllevan el uso de precios, sino que son transacciones entre servicios suministrados de forma gratuita a los consumidores a cambio de retener y usar sus datos. De esta forma, al actuar como un comisionista, el sector tecnológico se transforma en una especie de nube que cubre toda la economía de consumo. Esto hace que sea difícil sustituirlos. A medida que acumulan datos sobre nosotros, se hace más difícil que podamos decidir cambiar de proveedor.
El temor es que, en un futuro no lejano, la inteligencia artificial pueda hacer que las máquinas de las diferentes redes que utilizan los consumidores para sus búsquedas o sus compras coludan entre ellas a la hora de hacer elecciones de compra con nuestros datos, de forma que lleven a elegir servicios de calidad y precio distintos de los que elegiríamos nosotros.
Los beneficios, como porción del PIB, de los oligopolios tecnológicos no son aún una cantidad desproporcionada. Sin embargo, su capitalización en bolsa sí es desproporcionada en relación con esos beneficios, superando en mucho a la capitalización de las grandes empresas de la vieja economía. Esto sugiere que lo que están haciendo los inversores es anticipar que el poder de mercado de los oligopolios tecnológicos irá al alza, por su mayor capacidad que los oligopolios de la vieja economía a la hora de extraer renta de los consumidores y de otras empresas del resto de la economía.
A finales de los años setenta, después del protagonismo de las políticas antimonopolio y de defensa de la competencia en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Robert Bork, un académico y juez norteamericano, publicó The Antitrust Paradox, un influyente libro en el que sostuvo que las grandes empresas eran eficientes y que muchas industrias con elevada concentración eran competitivas. Además, Bork argumentó que no había relación lógica o empírica entre concentración, competencia, beneficios y salarios. Sin embargo, en la actualidad existe una amplia investigación económica cuyos resultados vinculan la concentración con los elevados beneficios y la caída de los salarios.
Poder de mercado y bajos salarios: releyendo a Joan Robinson
Una de las implicaciones económicas más intrigantes de los oligopolios es su capacidad para influir en la determinación a la baja de los salarios. Este vínculo había permanecido olvidado en el análisis económico durante las últimas décadas. Pero las implicaciones macroeconómicas de los bajos salarios sobre la demanda agregada de la economía y sobre el crecimiento a partir de la crisis financiera de 2008 han hecho resurgir el interés por este vínculo.
El estancamiento de los salarios ha sorprendido tanto a los macroeconomistas como a los banqueros centrales, preocupados por las tendencias deflacionistas de la economía. De acuerdo con lo que predice la “curva de Philips” -un economista británico que en los años sesenta estudió las relaciones entre desempleo y salarios-, la reducción del desempleo durante la recuperación debería haber provocado un aumento de los salarios en las economías desarrolladas. Pero no sucedió así. Esta anomalía ha llevado a interesarse por las implicaciones de la concentración económica en el estancamiento de los salarios y en la desigualdad en la distribución de la renta.
En este contexto, tiene mucho interés releer a Joan Robinson, la economista británica perteneciente al “círculo” de economistas próximos a John Maynard Keynes y la primera mujer en ocupar una posición docente en Economía en la Universidad de Cambridge. Frente al modelo de competencia perfecta que defendía la escuela clásica, Joan Robinson desarrolló una teoría de la competencia imperfecta. Su libro The Economics of Imperfect Competition, publicado en 1933, fue toda una revolución intelectual en economía. Un libro, por cierto, traducido al castellano por José Luis Sampedro y publicado por la editorial Aguilar en 1946.
Con esta obra, Joan Robinson, junto con la publicación el mismo año por Edward Chamberlain, economista de la Universidad de Harvard, de su Theory of Monopolistic Competition, estableció una nueva área de investigación en economía relacionada con la competencia imperfecta. Pero mientras Chamberlain se orientó al campo de la organización industrial, Robinson desarrolló su investigación en el campo de la economía laboral, analizando las implicaciones en este terreno de las situaciones de poder de mercado, con la publicación de Essays in Theory of Employment (1937) e Introduction to the Theory of Employment (1937).
Según Robinson, bajo competencia perfecta las empresas pagan a sus trabajadores un salario igual al valor de la última unidad producida. Un empleador no podría pagar menos, porque otra empresa sería capaz de pagar un poco más, hasta el nivel donde el salario se igualaría con lo que la empresa podría obtener por la última unidad vendida. La última unidad vendida, la unidad “marginal”, determina el valor de lo que el trabajador ha producido, lo cual, a su vez, determina el salario.
Pero Robinson señaló que, si los mercados son imperfectamente competitivos, algunas empresas pueden tener “poder de mercado” que les permita obtener rentas económicas extraordinarias, debido a que no son totalmente eliminadas por la competencia. Robinson desarrolló una teoría del “monopsonio” para referirse a la capacidad que las empresas con poder de mercado pueden aplicar en la determinación de los salarios en el mercado laboral. Este poder de monopsonio es simétrico al término más familiar de poder de monopolio, que permite a las empresas con poder de mercado fijar un precio a sus productos por encima de sus costes, obteniendo así un beneficio de monopolio. De la misma forma, el poder de monopsonio permite a los empleadores pagar a los trabajadores menos del valor de su producción, obteniendo por este lado también un beneficio extraordinario.
En la actualidad existe una amplia investigación económica de carácter empírico cuyos resultados vinculan la concentración empresarial con los elevados beneficios de los oligopolios y con la caída de los salarios, en la dirección de lo pronosticado por el análisis teórico de Robinson. De hecho, los oligopolios con mayor nivel de beneficios son los que han experimentado un menor crecimiento de los salarios. Los trabajos publicados a partir de 2015 por Jason Furman y Peter Orszag (el primero presidió el Consejo de Asesores Económicos y el segundo fue director de la Oficina Presupuestaria del Congreso, ambos de Estados Unidos) han puesto de manifiesto los fuertes vínculos que existen entre poder de mercado, débil competencia y aumento de la desigualdad. A partir de esos trabajos pioneros, ha surgido una abundante investigación que aporta evidencia empírica muy fuerte sobre los efectos macroeconómicos del poder de mercado sobre el aumento de la desigualdad en las economías desarrolladas.
Soluciones al poder de mercado de los oligopolios
Los bajos salarios no siempre fueron un problema del capitalismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, en los años de 1950 y 1960, los salarios crecieron de forma intensa durante la “Época de Oro” del crecimiento económico. Sin embargo, a partir de finales de los años setenta, el crecimiento de salarios se redujo, y en muchos casos se estancó. Podría pensarse que fue debido al debilitamiento de la productividad por trabajador, pero investigaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) han encontrado que desde inicios de los años 80 el crecimiento de la productividad del trabajo fue superior al crecimiento medio de los salarios en la mayoría de las economías desarrolladas.
La pregunta es entonces por qué las empresas, pudiendo pagar más a los trabajadores, no lo hacen. Los sospechosos habituales son la globalización, la automatización y, en general, el cambio técnico, la baja afiliación a los sindicatos y la dificultad de los trabajadores para moverse de una empresa a otra. Pero desde la perspectiva del análisis de Joan Robinson, el responsable principal radica en las situaciones de poder de mercado. A romper estas situaciones se deben dirigir, por tanto, las soluciones.
En un libro reciente, The Great Economists. How their ideas can help us today (2018), Linda Yueh se pregunta cómo respondería Joan Robinson al reto actual de los bajos salarios. Señala que, en la medida en que la apropiación de rentas salariales surge de una desigual capacidad de negociación entre empleados y empleadores, un camino que recomendaría Robinson sería aumentar el poder de negociación de los trabajadores. Una vía es a través del fortalecimiento de los sindicatos. Otra es una legislación que sitúe a los trabajadores en una posición de mayor igualdad con los empleadores, por ejemplo, dándoles entrada en los órganos del gobierno de las empresas. En esta línea van las propuestas de reforma del capitalismo de la congresista demócrata norteamericana Elizabeth Warren o las propuestas de los conservadores británicos.
Pero la recomendación principal que surge del análisis de Robinson para remediar el problema de los bajos salarios y la desigualdad inherente se orienta a eliminar la fuente principal del poder de mercado de los oligopolios a través de un aumento de la competencia. Este camino coincide con lo que vienen proponiendo tanto organismos internacionales como la OCDE o las propuestas de gran número de economistas. Por un lado, reformar los mercados de bienes y servicios para eliminar las barreras de entrada y otras cláusulas de los contratos de directivos y empleados que limitan la competencia y reformar la legislación de patentes. Por otro, reformar y fortalecer la política de defensa de la competencia.
La reforma de la política de defensa de la competencia juega un papel muy importante en el caso del poder de mercado de las empresas tecnológicas y de las plataformas digitales. Éstas conforman una nueva realidad que no existía en las décadas finales del siglo pasado. La tradicional política antimonopolio, consistente en su división, no parece la más adecuada a la naturaleza de los nuevos monopolios digitales. Una vía alternativa sería tratar las plataformas como Facebook, Alphabet, Uber o Twitter como empresas de servicios públicos (“public utilities”), en las que los datos de sus clientes fuesen de acceso libre a otras empresas. También es sugerente el camino emprendido por las agencias de competencia europeas, como el caso de la alemana y de la propia Comisión Europea, para modernizar y adaptar la política de competencia a la nueva realidad digital.
En esta modernización, la política de competencia debe ampliar su foco de atención convencional para abarcar las implicaciones macroeconómicas relacionadas con los impactos del poder de mercado sobre el bienestar y la desigualdad. En particular, en el caso de los oligopolios tecnológicos y las plataformas digitales. Como he señalado más arriba, los trabajos de Jason Furman y Peter Orszag han puesto de manifiesto los fuertes vínculos que existen entre poder de mercado, débil competencia y aumento de la desigualdad. Resultados que han sido contrastados por otras investigaciones recientes.
En este inicio del siglo XXI, como ocurrió a inicios del siglo pasado, el creciente poder de mercado de las grandes empresas es uno de los grandes retos de nuestro tiempo. Sus implicaciones económicas sobre los bajos salarios, la precarización del empleo y la desigualdad, además de otros efectos sobre el comportamiento que se analizan en el campo de la economía industrial, merecen la atención prioritaria de los economistas, de las autoridades de defensa de la competencia y de los gobiernos.