3 julio, 2023
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Algunas cosas se han hecho bien

Por José Ángel Moreno Izquierdo  

Artículo publicado en Revista Economistas nº 42, junio 2023




Tratar de profundizar y mejorar la calidad de la democracia no es sólo un problema estrictamente político. También lo es económico, porque exige extender la democracia al terreno de la economía, y muy especialmente de la empresa. Y para ello hace falta transitar en paralelo por muchos caminos. Al margen de la necesidad de fomentar el cooperativismo, que hay que reivindicar siempre por su realidad y por su potencial de futuro, hay otras formas más generalizables de avanzar hacia ese objetivo, y es necesario caminar por todas. A tres de ellas querría referirme.

Tres objetivos para avanzar hacia una progresiva democratización de la empresa: fortalecer el poder sindical, conseguir que la empresa respete los derechos de sus grupos de interés e impulsar un gobierno corporativo plural

La más tradicional, y básica, radica en la consolidación de poderes sindicales consistentes, capaces de compensar el imperio de altos directivos y accionistas en la empresa. Otra consiste en conseguir que la empresa respete adecuadamente los derechos de los restantes grupos de interés: es la línea que plantea la filosofía de la responsabilidad social empresarial, esencial también para la democracia empresarial, en la medida en que ese calificativo sólo puede tener sentido en empresas que no sólo aspiren a resultados positivos para los actores que en ellas participan, sino también a contribuir positivamente a los intereses generales de las sociedades en las que operan; una contribución que, por su propia importancia, no puede ser dejada únicamente al arbitrio voluntario de las empresas. La tercera vía supone dar un paso más en las dos direcciones anteriores, impulsando legalmente un gobierno corporativo plural, en el que estén debidamente representados, en primer lugar, los intereses de los trabajadores, pero también -quizás en forma diferente- los de los restantes colectivos básicos en el funcionamiento de las empresas.

A este respecto, frente a la muy justificada melancolía con que desde la izquierda cabe contemplar el panorama de nuestro tiempo, no está de más recordar que en los últimos años se han venido dando y planteando en nuestro país pasos netamente positivos (por muy moderados que sean) en los temas antes apuntados. Y como estamos en un año angustiosamente electoral, conviene no olvidarlos, para no minusvalorar los logros que también en este terreno está consiguiendo, pese a indudables errores y desavenencias, el gobierno actual -en el marco de medidas económicas y sociales claramente favorecedoras de los sectores sociales mayoritarios-.

1. En primer lugar, son innegables los avances -directos e indirectos- en el ámbito del fortalecimiento del poder sindical y de los derechos del trabajo: fundamentalmente la reforma laboral, pero también el desarrollo de los ERTEs, las notables subidas en el (todavía escaso) salario mínimo e incluso la Ley Raider son los exponentes más relevantes. Por su evidencia, no hace falta detenerse más en este punto.

2. En segundo lugar, también, aunque insuficientes, han sido notables los avances conseguidos en la regulación pública de las obligaciones exigidas a las grandes empresas en lo que se refiere a su responsabilidad con el conjunto de la sociedad, en este caso, decididamente impulsadas por la Unión Europea. Todavía en el primer gobierno (unitario) de Pedro Sánchez, el 28 de diciembre de 2018 -y como transposición de una directiva del Parlamento y del Consejo europeos de 2014- se aprobó la Ley 11/18 en materia de información no financiera y diversidad. Una ley todavía muy moderada, pero que por vez primera exige de las grandes empresas (y de las consideradas de interés público) transparencia informativa en materia social (incluyendo la laboral y de género) y ambiental: un requisito imprescindible para posibilitar un mayor control social sobre las empresas y una mínima verificación del carácter de sus impactos sociales y ambientales. Una línea de actuación que se vería complementada y reforzada sensiblemente si saliera finalmente adelante el previsiblemente más ambicioso proyecto de ley que está preparando desde hace tiempo el gobierno -también a impulsos de la UE y en línea con iniciativas ya aprobadas en otros países europeos (sobre todo, Francia, Alemania y Noruega)- en torno a la debida diligencia de grandes empresas en materia de derechos humanos y ambientales (información de riesgos y procedimientos, prevención, posibilidad de sanciones en caso de vulneración, canales de denuncia por los afectados, mecanismos de reparación…).

Son objetivos a los que así mismo apunta otra reciente iniciativa del gobierno: la aprobación el 29 de septiembre de 2022 de la Ley 18/2022 de creación y crecimiento de empresas, por la que -también en línea con otros países europeos y con Estados Unidos- se crea la figura de la Sociedad de Beneficio e Interés Común (SBIC) en las sociedades de capital que voluntariamente decidan recoger en sus estatutos -como explica el profesor Sánchez Pachón en un reciente número de Dossieres EsF y como la propia ley señala textualmente- “su compromiso con la generación explícita de impacto positivo a nivel social y medioambiental a través de su actividad” y “su sometimiento a mayores niveles de transparencia y rendición de cuentas en el desempeño de los mencionados objetivos sociales y medioambientales, y la toma en consideración de los grupos de interés relevantes en sus decisiones”. Compromisos voluntarios, pero que, una vez asumidos, obligan a las empresas que los acepten, debiendo la Administración Pública para ello desarrollar sistemas de control y verificación rigurosos y fórmulas de penalización en caso de incumplimiento. Se trata, por tanto, de un indudable progreso frente a la concepción de la responsabilidad social empresarial estrictamente voluntaria tan defendida en el mundo empresarial y que tan cuestionables resultados ha producido.

La participación laboral en el gobierno de las empresas está fijada legalmente en bastantes países europeos desde hace mucho tiempo, sin que haya supuesto contratiempos para las empresas afectadas

3. Finalmente, es necesario referirse a la democratización de los órganos de gobierno empresariales. En este ámbito, sólo se ha producido de momento el anuncio por la vicepresidenta segunda del Gobierno del proyecto de incluir en la prevista revisión del Estatuto de los Trabajadores y en una nueva Ley de Participación Institucional el establecimiento legal de la participación de representantes de los trabajadores y las trabajadoras en los consejos de administración, inspirándose especialmente en el caso alemán y desarrollando así el artículo 129.2 de la Constitución.

Se trata de una propuesta todavía muy inconcreta, que, con toda seguridad, tardará tiempo en materializarse y que necesariamente requerirá un prolongado y difícil diálogo con la patronal, con los sindicatos y con todas las fuerzas parlamentarias; y que a buen seguro sólo podría conseguirse ya en la próxima legislatura. Sea como fuere, estamos sin duda ante un tema de enorme importancia. Un objetivo, por otra parte, que hace ya mucho tiempo que muchos países europeos (al menos trece, en sentido estricto) han trasladado a su legislación con carácter obligatorio (aunque con considerables diferencias en cada país).

Es una reforma, además, sobre cuya virtualidad hay una notable evidencia empírica: todo parece indicar que las empresas afectadas por este tipo de medidas no han experimentado, en general, peores desempeños que las empresas de gobierno estrictamente accionarial -más bien, lo contrario- ni mayores niveles de conflictividad, mayores costes del capital o perjuicios a largo plazo para el accionariado (puede verse sobre esto el artículo de Emilio Huerta y Vicente Salas en el libro de la Plataforma por la Democracia Económica ¿Una empresa de todos?). Por otra parte, cada día más expertos coinciden en que los efectos positivos de la participación del trabajo en el gobierno corporativo -tanto para la eficiencia empresarial como para el conjunto de la economía- están intensificándose notoriamente en un mundo como el nuestro, en el que se acelera la innovación tecnológica y aumenta la importancia de los activos intangibles, entre los que destacan los que se basan en la calidad del capital humano (conocimiento, creatividad, compromiso, capital relacional y organizacional…), para los que la participación laboral parece un caldo de cultivo óptimo y necesario (pueden verse sobre esto los artículos de Bruno Estrada e Ignacio Muro en el número mencionado de Dossieres EsF).

Se trata, por otra parte, de una cuestión sobre cuya justicia en términos económicos también coincide un cada vez mayor número de académicos, en una línea de pensamiento que cuestiona con creciente consistencia la argumentación con que la teoría económica convencional ha venido tratando de justificar la legitimidad del monopolio del gobierno empresarial por los accionistas, en base al presunto carácter esencial y excepcional del papel que en la empresa desempeñan los accionistas y a su no menos presunta mayor debilidad contractual, frente a los restantes partícipes en la actividad empresarial (cuestión de imposible desarrollo aquí, pero sobre la que puede verse un resumen en el capítulo “De la empresa accionarial a la empresa participativa” de este libro).

Por todo ello, muchos pensamos que hay sobradas razones instrumentales y teóricas para que también en España se implante una reforma legal de este tipo, que, por supuesto, no pretende trasformar radicalmente el carácter de las empresas ni haría de ellas una panacea, pero que puede ayudar notablemente a mejorar tanto su relación con las personas que en ellas trabajan como sus efectos en todos sus grupos de interés y en el conjunto de la sociedad, e incluso su calidad y su eficiencia.

Pero para la plena aceptación social de esta medida no basta probablemente con este tipo de razones. Es necesario también desmontar el mito fundamental sobre el que se ha erigido el modelo dominante de empresa (y el propio capitalismo): su pretendida propiedad exclusiva por sus accionistas. Un mito que un así mismo creciente número de expertos jurídicos y económicos considera radicalmente falso, lo que implica que la participación en el gobierno corporativo del trabajo (y de los restantes actores básicos en su actividad) no supondría ninguna expropiación revolucionaria, sino únicamente la recuperación de un derecho ilegítimamente acaparado por el accionariado. Como este artículo excede ya de la extensión fijada, termino sólo reenviando de nuevo a la citada publicación de Economistas sin Fronteras, en la que se dedica también un artículo al cuestionamiento de esa interesada y nuclear ficción.

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