Por Lucía Vicent Valverde (Universidad Complutense de Madrid e investigadora en el Instituto Complutense de Estudios Internacionales) y Fernando Luengo Escalonilla (Economista)
Artículo publicado en economistas (Revista del Consejo General de Economistas de España), nº 39, Febrero 2022
En estos tiempos de pandemia y crisis económica y social, la Unión Europea ha tomado un conjunto de medidas excepcionales que han supuesto un cambio significativo respecto a las políticas que constituían el ABC de la arquitectura comunitaria. Con todo, las políticas comprometidas no han estado a la altura de esta encrucijada histórica: la condicionalidad macroeconómica y estructural se mantiene intacta, la recuperación del Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento exigirá renovados ajustes presupuestarios, la deuda ha primado sobre la redistribución, los intereses de las grandes corporaciones han prevalecido sobre los de las clases populares y la lógica del extractivismo, bajo la etiqueta verde y digital, ha continuado marcando la hora de ruta de la construcción europea.
El enorme problema de salud pública provocado por la pandemia, el desplome de la actividad económica y los problemas estructurales que subyacían a esa situación suponían un gran desafío para la Unión Europea (UE) al tiempo que abrían una oportunidad de diseñar una hoja de ruta que colocara en el centro de la agenda institucional a las mayorías sociales. Un escenario que exigía respuestas contundentes, novedosas y arriesgadas, que, sin embargo, no han llegado. La pandemia y una crisis económica y social de proporciones históricas han desbordado y cuestionado los pilares del edificio comunitario, de sus instituciones y del propio capitalismo
Además de frenar el avance de la enfermedad, era necesario combatir la desigualdad perfectamente visible antes de la irrupción de la pandemia y que la crisis está intensificando. Al mismo tiempo, resultaba ineludible comprometerse con una política decididamente orientada a enfrentar el cambio climático y promover una transición ecoenergética acorde con la no superación de los límites ecológicos. Y, por supuesto, era urgente movilizar los recursos necesarios para alcanzar esos objetivos y ponerlos a disposición de las economías en formatos que ampliaran el margen presupuestario de los gobiernos, sin disparar la deuda pública ni encarecer el servicio de ésta.
Pues bien, hasta ahora, la estrategia comunitaria seguida ha estado condicionada por la debilidad del sector productivo y social público –especialmente preocupante en lo que se refiere a la protección sanitaria de la ciudadanía–, la carencia de mecanismos redistributivos suficientes y efectivos a escala comunitaria, el privilegio de los agentes económicos con mayor poder –en concreto, las grandes corporaciones y las élites económicas y financieras– y el desigual impacto que ha tenido la enfermedad en las economías y grupos de población. Problemática que hunde sus raíces en la construcción europea, en sus déficits y sesgos, que, en la actualidad, se desvelan más evidentes que nunca.
Plantear un diagnóstico adecuado obliga a considerar si el volumen de recursos movilizados se ajusta a los requeridos por un plan de emergencia capaz de enfrentar los efectos más drásticos de la pandemia, al tiempo que establece las bases de un nuevo modelo económico en línea con las exigencias derivadas de la crisis económica, social y medioambiental que vivimos. Este es el gran desafío y ahí está la clave para poner en perspectiva las políticas comunitarias y valorar verdaderamente su alcance e idoneidad.
Al respecto, es justo reconocer que el esfuerzo financiero realizado por la UE ha sido sustancial, superando fronteras que parecían inquebrantables en el pasado. Pero también lo es que no ha estado a la altura de las circunstancias y que la herencia institucional del proyecto comunitario ha determinado, en buena medida, el contenido y alcance de la estrategia seguida. Ello explica que las propuestas más ambiciosas a la hora de movilizar recursos hayan sido descartadas y su distribución a lo largo del periodo en el que se aplicarán reduce sustancialmente su entidad.
Es preciso enfatizar también el papel central que la industria financiera ha desempeñado, y sigue manteniendo, en la respuesta comunitaria. De hecho, el Programa de Recuperación Europeo se financia con deuda, ante la negativa de abrir con decisión otras alternativas como pudieran ser un aumento sustancial del reducido presupuesto comunitario o la progresividad tributaria, además de retrasar para más adelante la posible actuación sobre aquellos impuestos con mayor potencial recaudatorio (como los que graban las transacciones financieras y los beneficios corporativos). Se renuncia, de este modo, a la oportunidad de avanzar hacia una Europa con un perfil más redistributivo y participado, imprescindible para encarar el futuro próximo con y para las mayorías sociales.
Otro de los ejes centrales de la estrategia europea para evitar el colapso económico de sus integrantes ante la imposibilidad de alcanzar los estrictos objetivos en materia de déficit y deuda ha sido el acuerdo de las instituciones comunitarias de suspender excepcionalmente el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC). A pesar de la importancia de haber superado esta línea roja, con todo, se mantienen las premisas de la estabilidad presupuestaria como uno de los pilares de la construcción europea y se insiste en su reactivación una vez se superen los momentos más graves de esta crisis. De hecho, en la propia cláusula de escape se establece que los gobiernos aplicarán políticas que no pongan en riesgo la sostenibilidad fiscal y que la desviación con respecto a lo establecido en el PEC será temporal. Por tanto, una vez superada la situación de excepcionalidad de estos primeros años de la pandemia, se retomarán, posiblemente el próximo año, las políticas de rigor presupuestario, con las consiguientes consecuencias en materia de desigualdad y en términos de divergencias productivas y territoriales ya existentes, agravando los problemas y poniendo al propio “proyecto europeo” en una situación insostenible.
Mención aparte merece la idea sostenida por el discurso oficial sobre el dinero sin contrapartida que suponen las transferencias puestas a disposición de los países miembros, que en realidad sí tiene costes. Primero, por la condicionalidad exigida a los gobiernos para disponer de los fondos comunitarios que, conforme a los preceptos del Semestre Europeo, se refiere a la implementación de reformas estructurales dirigidas a la desregulación de las relaciones laborales, la privatización de los sistemas de pensiones y la liberalización de los mercados. En segundo lugar, porque la deuda y los intereses devengados de la misma son con cargo al presupuesto comunitario, por lo que debe reintegrarse a partir de las contribuciones de los países miembros.
A estas medidas que conforman el grueso de la estrategia europea hay que añadir tres consideraciones adicionales.
En primer lugar, la centralidad de las grandes corporaciones. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en la decisión del Banco Central Europeo (BCE) de no actuar en el mercado primario de deuda pública –lo que reduciría el coste de la financiación por parte de los gobiernos y protegería el valor de los activos frente a posibles devaluaciones– y en la privilegiada posición de los grandes grupos económicos a la hora de recibir e intermediar en la financiación proporcionada por esa institución. De esa manera, las compañías receptoras de esos recursos los canalizan hacia los mercados financieros promoviendo el alza de los índices bursátiles, la especulación inmobiliaria o la recompra de acciones. Otro ejemplo se encuentra en el papel de las grandes farmacéuticas en el proceso de vacunación. La producción y distribución de las vacunas pone de manifiesto la existencia de un potente oligopolio que la UE ha aceptado y de la que se han beneficiado las grandes empresas que operan en estos circuitos.
La segunda consideración nos remite al denominado eje verde/digital. Esa supuesta orientación verde de la economía colisiona con el hecho de que la lista de empresas beneficiarias de la compra de bonos del BCE está conformada por aquellas cuyo modelo de negocio consiste en quemar combustible o que tienen intereses accionariales en firmas con ese perfil. Resulta muy difícil creer en la trazabilidad verde del modelo económico cuando se mantiene la defensa incondicional del crecimiento del Producto Interior Bruto como objetivo central de la política económica; crecimiento sustentado en la obtención de mejoras en la productividad y en el reforzamiento de la competitividad externa. Se insiste en un planteamiento de política económica sustentado, como es habitual, en la lógica de las cantidades y la competencia frente a otro que debería descansar en los principios de suficiencia, cooperación y reparto.
Cabe plantearse, finalmente, la posible complementariedad entre los objetivos verde y digital que marca la agenda comunitaria. De manera recurrente y haciendo gala de un apriorismo más que cuestionable se defiende tal relación. Al asociar la revolución digital y, en general, la aplicación de las nuevas tecnologías con la desmaterialización de los procesos económicos se ignora que la digitalización masiva requiere de grandes cantidades de materiales y minerales, a lo que hemos de sumar su consecuente efecto medioambiental sobre la utilización del territorio y la generación de residuos. No negamos la potencialidad de las tecnologías digitales, pero cuestionamos la confianza ciega en los efectos benefactores de las nuevas tecnologías y sus posibilidades para resolver la sostenibilidad del planeta.
Por todo ello, podemos concluir que la UE enfrenta una problemática cuyas raíces más profundas se encuentran en el modelo económico imperante, que, en su connivencia con el legado institucional que caracteriza el proyecto comunitario, determina la estrategia europea y las políticas aplicadas. En estos momentos de pandemia y crisis, la UE ha superado algunas líneas rojas y barreras institucionales que parecían insuperables y ha movilizado una cantidad sustancial de financiación en formatos inéditos. No obstante, se ha mostrado remisa a la hora de utilizar otros instrumentos a su alcance. Las opciones activadas responden a las mismas lógicas de fondo que orientan las estrategias seguidas en el pasado, lo que limita el margen de maniobra para responder ante cualquier desafío actual o venidero. De ahí que, si se tiene en cuenta la encrucijada histórica que supone la crisis actual y la dimensión de los problemas coyunturales y estructurales a resolver, concluyamos que su respuesta ha sido insuficiente, contradictoria y sesgada.
Una versión ampliada de este artículo puede encontrarse en L. Vicent y F. Luengo (2021): “La lucha contra la pandemia y la crisis necesita otra Europa”. Dossieres EsF nº 43 (otoño, 2021): “Europa, pandemia y crisis económica”, pp. 9-13.