José Ángel Moreno, Patrono de Economistas sin Fronteras, Miembro del Instituto E. Mounier
Artículo publicado en la revista «Acontecimiento»
Un sector hegemónico [1]
La década de 1980 fue testigo de lo que sin ninguna exageración puede calificarse como una remodelación radical del sistema capitalista: al calor de la llamada revolución neoliberal y de su ofensiva en favor de los privilegios del capital, el mundo experimentó una oleada liberalizadora, desreguladora y privatizadora que, combinada con las paralelas globalización y revolución de las TIC, condujo a una transformación acelerada de sus principales rasgos económicos (y no solo económicos). Uno de los aspectos básicos (y retroalimentadores) de esa transformación fue el prodigioso cambio experimentado por el sector financiero en sentido amplio (no solo la banca).
Sin duda, se trata de un sector que siempre ha sido fundamental en la economía capitalista, pero entre los años 80 y 90 del siglo pasado experimentó un poderoso salto cualitativo que lo llevó a convertirse en claramente hegemónico: tanto por su importancia cuantitativa en términos absolutos y relativos (como proporción al conjunto de la actividad económica [2], que ha venido creciendo a ritmos explosivos, como por la influencia y capacidad de condicionamiento cada vez mayores que ha ido consiguiendo en los restantes agentes económicos. Es la suma de los dos rasgos lo que, en esencia, constituye la base de ese intenso proceso que se ha dado en llamar «financiarización de la economía».
Ha sido un proceso que se ha visto decisivamente impulsado por la mencionada orientación general de las políticas públicas y por las transformaciones producidas por la globalización y por la revolución tecnológica. Todas actuaron en favor diferenciado del sector financiero: hasta el punto de que puede considerársele como el que mejor ha sabido aprovechar las potencialidades que esos fenómenos entrañaban. Algo en lo que ha supuesto un apoyo esencial un privilegio específico del sector (y sobre todo de la banca): su capacidad de creación de dinero a través de la financiación que concede [3]. Por eso, este espectacular crecimiento de la actividad financiera ha supuesto un aumento también ingente de la cantidad de dinero efectivo en circulación, así como un incremento sideral del volumen de crédito otorgado al conjunto del sistema económico (incluyendo al propio sector financiero), que inevitablemente ha comportado un paralelo crecimiento del endeudamiento. Un endeudamiento general masivo que ofrece por sí solo una pista patente de la creciente fragilidad que todo este proceso está generando en el conjunto del sistema económico.
La revolución financiera
Pero el salto cualitativo experimentado por el sector financiero no se ha limitado a su extraordinario crecimiento cuantitativo, sino que se ha plasmado también en (y se ha debido a) una profunda transformación. Tan intensa que cabe calificarla de auténtica revolución [4]: tanto en su actividad como en el tipo de actores que tienen el mayor peso en ella.
En cuanto a lo primero, porque la actividad tradicionalmente básica del sector (caracterizada por el papel intermediario de la banca como receptora del ahorro de los agentes excedentarios para canalizarlo a los que necesitan financiación para su actividad económica) ha dejado de ser la protagonista casi exclusiva. Junto a ella, y ganando una importancia rápidamente creciente, ha ido consolidándose una línea de actuación de enorme complejidad técnica —la «llamada ingeniería financiera»—, centrada en la elaboración de productos financieros de gran sofisticación que se dirigen a empresas y particulares, pero más frecuentemente aún a otras entidades financieras y que tienen un fuerte componente especulativo: en general, apuestas sobre el precio o el rendimiento del producto en cuestión en un momento futuro [5]. Son, entre muchos otros, esa miríada de productos derivados (basados en un activo real o financiero pre-existente, como los intercambios —swaps— de tipos de interés o de divisas), estructurados (como los paquetes de préstamos hipotecarios o de consumo que el banco concesionario puede hacer para vender a otros, eliminándolos de su balance y reduciendo así su nivel de riesgo) o titularizados (como la conversión de los paquetes estructurados anteriores en series de títulos comercializables y cotizables —como son los bonos— en mercados organizados, para facilitar su venta fragmentada), así como una inmensa gama de operaciones de arbitrajes, de futuros, en mercados bursátiles y productos de aseguramiento para cubrir la posible mala evolución de cualquiera de los productos anteriores [6]. Productos que generan una altísima rentabilidad —pero que tienen un riesgo paralelo, por su carácter de jugada eminentemente especulativa—, que han experimentado un crecimiento exponencial [7] y que han convertido la actividad financiera en un inmenso casino, en el que se embalsa un potencial destructivo para el conjunto de la economía difícilmente exagerable, como se evidenció en la crisis de 2008, que en buena parte estuvo generada por la expansión incontrolada en el conjunto del sector financiero mundial de este tipo de productos.
Por lo que respecta a los actores que intervienen en la operativa del sector, la banca tradicional ha perdido peso (no volumen absoluto), muy especialmente en la financiación de grandes empresas, que han conseguido la capacidad de financiarse directamente en el mercado a través de la emisión de deuda. En su lugar, ha aumentado radicalmente la importancia de otros agentes: la propia banca en la nueva operativa especulativa y en su faceta de banca de inversión (de asesora y organizadora de grandes operaciones corporativas, como fusiones, adquisiciones, salidas a bolsa, etc.), pero también otros actores, que han ganado fuerte protagonismo en la financiación extrabancaria de las grandes empresas: son los llamados «inversores institucionales» (fundamentalmente, los fondos de inversión, fondos de alto riesgo, fondos de pensiones y las entidades aseguradoras), que asumen una importancia cada vez mayor como adquirentes de acciones y de deuda (letras, bonos y obligaciones) de las grandes empresas, a la par que son muy activos también en operaciones especulativas. Nótese que es un proceso en el que también gana la gran banca, frecuentemente detrás de muchas de estas entidades —como asesora, como comercializadora y, no pocas veces, como creadora y propietaria—.
Son nuevos actores a los que se suman otros imprescindibles para el funcionamiento eficaz de la actividad emergente: agencias de evaluación y calificación del riesgo de productos y operaciones, entidades intermediadoras en los mercados financieros… A los que hay que añadir a muchas grandes empresas, que, ante la rentablidad muy superior de la actividad financiera frente a la productiva y comercial tradicional, operan cada vez más en la actividad financiera en una doble faceta: tratando de rentabilizar su liquidez y sus excedentes a través de operaciones financieras —frecuentemente, en perjuicio de la inversión en su actvidad de base— y actuando en muchas ocasiones como proveedoras de financiación —cada vez más habitual e importante en la venta a plazos de grandes empresas de clientela masiva—, llegando a convertirse en serias competidoras de la banca comercial. Algo que se refleja claramente en el peso creciente que en muchas empresas de este tipo tienen los beneficios financieros sobre el beneficio total.
Todo ello —nuevos productos, nueva operativa, nuevas funciones de las entidades tradicionales y nuevos agentes— conforma un proceso que —como se ha apuntado anteriormente— ha potenciado intensamente la rentabilidad de los mercados financieros, pero que ha incrementado radicalmente también sus niveles de riesgo y de inestabilidad. Un proceso que sólo resulta explicable en el marco de liberalización, desregulación e internacionalización cada vez mayores, que los propios mercados financieros estimulan por todo tipo de medios —legales y «paralegales»—. Un proceso, por otra parte, que ha encontrado un apoyo decisivo en los llamados «paraísos fiscales»: un fenómeno de consecuencias económicas, sociales y políticas devastadoras y en absoluto casual, sino creado y mantenido fundamentalmente por la gran banca y que se ha convertido en un instrumento esencial en el funcionamiento de esas nuevas finanzas.
Son unas «nuevas finanzas» en las que se produce un doble fenómeno aparentemente paradójico. Por una parte, se focalizan cada vez más en el propio ámbito financiero, autonomizándose crecientemente de la actividad productiva y orientándose cada vez más a sí mismas, en el marco de un proceso retroalimentador —captación de financiación para volcarla en el ámbito financiero— crecientemente emparentado con la especulación pura y dura. Un fenómeno, no obstante, que no es incompatible con el crecimiento en términos absolutos de la tradicional actividad financiadora, que ha aumentado también, incluso con las grandes empresas (pero menos que la actividad especulativa, por lo que tiene menor importancia relativa para el sector financiero en su conjunto).
Por otra, los mercados financieros influyen de forma crecientemente determinante en el conjunto de la actividad económica, en los restante sectores y en los comportamientos empresariales, particulares y públicos, reoriéntadolos a todos ellos en función de sus propios intereses. Una influencia cada vez más unilateral, debida tanto al crecimiento en términos absolutos de la actividad crediticia como a la mayor independencia del sector financiero respecto de los restantes agentes posibilitada por la menor importancia relativa que para él supone la actividad crediticia.
El contagio financiero
Se trata de una influencia sobre los restantes agentes económicos que el sector financiero ha conseguido no sólo a través de su tradicional función financiera, sino también por medio de la inoculación en todos ellos de estrategias financieras, penetrando en su actividad e imponiéndoles su lógica de funcionamiento —la lógica financiera— y alcanzando con ello una capacidad de condicionamiento creciente de sus comportamientos.
En las grandes empresas: que —como se ha indicado— han podido conseguir nuevas vías de financiación en los mercados, particularmente a través de la emisión de deuda, prioritariamente adquirida por la banca, pero también por grandes fondos de inversión, que son inherentemente cortoplacistas [8]. De modo que —por su influencia creciente en las empresas, en las que se han convertido también en accionistas básicos, y muy volátiles— ejercen una constante presión para orientar sus estrategias de negocio hacia objetivos también muy cortoplacistas: la maximización permanente del beneficio y del valor de la acción. Algo que ha acabado conduciendo a efectos enormemente negativos para la propia solvencia a medio y largo plazo de las empresas —porque ha inducido a la reducción del potencial de inversión— y para la fortaleza del conjunto de la economía. Incentivando a las empresas, al tiempo, a la imposición de condiciones laborales muy duras y, en general a comportamientos gravemente irresponsables social y ambientalmente (pese el paralelo auge de la retórica —mayoritariamente cosmética— de la responsabilidad social corporativa).
En los particulares: en los que sí ha crecido muy intensamente el crédito bancario, que ha servido como falaz compensador del deterioro de condiciones económicas para los sectores sociales mayoritarios que comportaron las políticas neoliberales de contención salarial y de recorte de servicios sociales básicos. De esta forma, el crédito a los particulares —y su correlato inevitable de creciente endeudamiento— se ha utilizado para posibilitar el acceso a muchos de los bienes y servicios esenciales: vivienda, educación, sanidad, transporte, pensiones …, generalizando también en los hogares comportamientos presididos por la lógica financiera: la derivada de la necesidad de devolver los créditos y, habitualmente, de re-endeudarse de forma permanente. Un proceso presidido por relaciones evidentemente desiguales que ha posibilitado una inmensa transferencia de riqueza desde los hogares al sector financiero, en un descomunal ejercicio de expropiación económica.
En los Estados: que han sido agentes facilitadores decisivos de la financiarización, pero que han acabado padeciendo sus consecuencias. Por la imposibilidad de ser financiados directamente por los respectivos bancos centrales, asumida en el marco de la ideología neoliberal imperante, han tenido que acudir masivamente a los mercados financieros para la financiación de sus déficit. Algo que ha supuesto un negocio de dimensiones estratosféricas para las entidades financieras —ellas sí financiadas, y privilegiadamente, por los bancos centrales— y ha condenado a los Estados a una dependencia creciente frente esos mercados, cada vez más omnipotentes y capaces por ello de condicionar —cuando no imponer— crecientemente la orientación de las políticas económicas: naturalmente, en el sentido más conveniente para ellos.
Brevísima conclusión
Completa así el capital financiero su dominio sobre los comportamientos de los demás agentes económicos, forzados a actuar en un sentido que refuerza los intereses de ese capital y la hegemonía financiera. Un poder en muchos casos superior al de los gobiernos y al de los organismos internacionales —«el poder sobre el poder», como lo ha llamado el profesor Torres [9]—, cuya consolidación ha dado lugar —en opinión de muchos analistas— a una etapa diferenciada en la evolución del capitalismo que está siendo profundamente nociva desde muchos puntos de vista [10]: desde la generación de múltiples problemas muy graves tanto para las propias empresas como para el conjunto de la economía y con efectos particularmente negativos para los sectores sociales mayoritarios —cortoplacismo, ralentización de la actividad productiva, inestabilidad, especulación, corrupción, blanqueo de dinero, fraude, impulso de actividades paralegales y delictivas…— hasta una intensa erosión de la autonomía del poder político y de la calidad de la democracia, constituyéndose, en definitiva, como uno de los mayores peligros de nuestro tiempo. Dotarse de la capacidad para mitigar y controlar todo lo posible ese poder y ese peligro es, por eso, un objetivo prioritario de la humanidad para avanzar hacia una vida, una sociedad y un mundo más justos, más estables, más seguros y mejores.
Notas
1. Las ideas aquí reflejadas se describen con más detalle en J. Á. Moreno, Poder corporativo, irresponsabilidad empresarial y democracia económica, Economistas sin Fronteras, Madrid, 2021.
2. Según diversas estimaciones —particularmente difíciles en este sector, por su especial opacidad—, el valor total de los activos financieros mundiales suponía en 1980 un 120 % del PIB mundial, porcentaje que en 2010 había ascendido a un 316 %. Por su parte, el conjunto de transacciones financieras registradas por el Banco Internacional de Pagos (que no recoge todas las efectivamente realizadas) suponía en 2021 la descomunal cifra de 17.656 % del PIB mundial en ese año (es decir, el PIB suponía un 0,57 % del valor de las transacciones financieras). Datos recogidos de J. Torres, «La mayor de las mentiras de nuestro tiempo», Público, 17/12/ 2021.
3. La inmensa mayoría del dinero circulante en la actualidad no es el dinero legal que crean los bancos centrales, sino el que genera el sector financiero en base a los depósitos que recibe. Puede verse sobre esto V. Navarro y J. Torres, Los amos del mundo, Espasa, Barcelona 2012.
4. A. Torrero, Revolución en las finanzas, Marcial Pons, Madrid, 2008.
5. Puede verse una explicación de este tipo de productos asequible para no expertos en Navarro y Torres, op. cit., y en E. Toussaint, Bancocracia, Icaria, Barcelona, 2014.
6. Básicamente, los llamados CDS —credit default swaps—: seguros para cubrir pérdidas potenciales, que —al contrario de los seguros normales— pueden adquirirse por quienes no son propietarios del producto asegurado, lo que incentiva poderosamente la especulación para el mal funcionamiento del producto (piénsese en el incentivo que tendrían los adquirentes de seguros contra incendios de viviendas que no fueran propietarios de las viviendas aseguradas).
7. Se ha estimado que los derivados financieros ya en 2011 podían haber adquirido un volumen superior en más de diez veces al PIB mundial. Vid. C. Lapavitsas, Beneficios sin producción, Traficantes de Sueños, Madrid, 2016.
8. Porque necesariamente se ven obligados a tratar de maximizar permanentemente el valor de las participaciones de quienes invierten en ellos sus ahorros.
9. J. Torres, «Los conglomerados financieros: el poder sobre el poder», Dossieres EsF, n.º 39, otoño de 2020.
10. Lo que no excluye la existencia de numerosas entidades de elevada responsabilidad social —banca ética y cooperativa, instituciones de inversión socialmente responsable…—, pero que, pese a su crecimiento, suponen un peso muy minoritario en el conjunto del sector financiero.